Un uno por ciento de felicidad


UN UNO POR CIENTO DE FELICIDAD
­­–Cuando pienso en la Navidad pienso en calles nevadas, gente feliz y chimeneas. Qué curioso, ¿verdad? Yo no tengo chimenea y en mi ciudad no nieva casi nunca, ya sería casualidad que lo hiciera justo en Navidad, ¿a que sí? No sé, quizás es como me gustaría a mí que fuera la Navidad: blanca, fría y cálida a la vez, y feliz.
Esas fueron las primeras palabras que le dije a Ramón cuando le conocí. Estábamos en un aeropuerto extranjero, un 24 de diciembre por la tarde, el sol se había puesto y fuera de la terminal ya estaba el cielo oscuro. Las luces de las pistas iluminaban el suelo, que estaba blanco de la nieve que seguía cayendo después de varias horas sin dejar de hacerlo. El calor de la terminal y el frío del exterior hicieron que los cristales se empañaran, por lo que tenía que limpiarlo con mi mano si quería ver los aviones parados fuera. Hacía varias horas que no se movía ninguno. Ni aterrizaban ni despegaban. Era igual que un aeropuerto fantasma.
Ramón se acercó a mí y limpió el trozo de cristal que estaba junto al mío y nos quedamos un rato así, sin decir nada, mirando cómo el cristal volvía a empañarse antes de volver a pasar la mano para limpiarlo. Después fue cuando hice el comentario sobre la Navidad. Fue más un pensamiento en voz alta que el intento de iniciar una conversación por mi parte. Es más, pensaba que él ni siquiera hablaba mi idioma, pero me miró y sonrió.
–Pues te falta la chimenea y la gente feliz para que esta Navidad sea completa. –Me dijo.
–Es verdad, tengo un 33% de lo que quiero. Me quejo de vicio.
–¿También vuelas a Madrid?
Asentí con la cabeza.
–Volaba –dije–, porque el vuelo ha sido cancelado por la nieve.
–Ya. –Me dijo y después volvimos a quedarnos en silencio, mirando a través del trozo de ventana que habíamos limpiado para ver las pistas llenas de nieve.
La gente que tenía donde quedarse ya se había marchado a sus casas y los demás estábamos esperando a que nos dieran habitación en un hotel cercano. ¡Vaya manera de pasar la Navidad! Sola en un hotel de una ciudad extranjera.
Poco después de la breve conversación que habíamos mantenido Ramón y yo vinieron a buscarnos y nos llevaron a un hotel de la ciudad donde se celebraba una cena de Nochebuena. En total enviaron a mi mismo hotel a quince personas, Ramón entre ellas. Subimos a la habitación a dejar las cosas y a adecentarnos un poco para la cena. Conseguí hablar con mi familia y amigos antes de bajar y les aseguré que estaba bien. Les dije que me habían alojado en un hotel que parecía estar muy bien, con cena de gala incluida, y que iba a cenar con el resto de pasajeros del vuelo. Sin embargo, la realidad era bien distinta, pero no quería que estuvieran tristes en casa porque yo estuviera mal. El hotel era cierto que estaba muy bien, y también era verdad que iba a cenar con los pasajeros que habían traído a mi mismo hotel, pero yo no estaba bien. No estaba nada bien. Quería estar en casa, rodeada de mi familia y de mis amigos, partiendo el turrón y colocándolo en la bandeja, poner el discurso del rey en la tele e ignorarlo como venía haciendo desde que era pequeña, mancharme las manos con las gambas y después ponerme ciega a dulces.
A las 20:30 Ramón llamó a mi puerta. No me lo esperaba y me sorprendió verle ahí.
–¿Tienes chimenea? –Me dijo.
–Hummm, no. No tengo. –Le dije bastante desconcertada– ¿Por qué? ¿Tú sí tienes?
–No, pero pensaba que si hubieras tenido tendrías un 66% de las Navidades perfectas. Habría estado bien.
Ramón me gustaba. Intentaba quitarle hierro al asunto. A nadie le gustaba estar allí, pero pensé que ya que nos había tocado vivir una Navidad diferente era mejor hacerlo con una sonrisa y de buen humor tal y como él hacía.
–Bueno, si te cojo como muestra se puede decir que estoy rodeada de gente feliz así que técnicamente, tengo un 66% de las Navidades perfectas.
Se quedó pensativo sopesando la idea de contradecirme, y mientras él dudaba yo tuve un momento para analizarle con calma. Tenía los ojos marrón verdoso muy bonitos y expresivos, pero por lo demás era un chico normal, ni guapo ni feo, del montón, que diríamos. Y parecía simpático. De pronto sonrió con una de esas sonrisas que iluminan también la mirada, y yo, sin haberlo previsto en absoluto, me enamoré. De él, de su sonrisa, de su optimismo y de sus ganas de hacer de una situación adversa una noche entretenida.
–Venga, te dejo que me acompañes al comedor. –Me dijo ofreciéndome su brazo de manera teatral. Yo me reí y entré corriendo a coger mis cosas para un momento después volver al pasillo. Me agarré a su brazo y bajamos al comedor donde nos encontramos con el resto de pasajeros. A ninguno nos gustaba no estar en casa en un día como ese, pero pronto aprendimos que era mejor disfrutar de lo que teníamos que lamentarnos toda la noche. Nos contamos nuestra vida. A dónde íbamos y de dónde veníamos. Unos estábamos trabajando y volvíamos a casa, otros vivían allí y volvían de visita nada más. Nos reímos. Nos reímos mucho. Sobre todo de nosotros y de nuestra mala suerte. Fue una gran noche, sí señor. Sin haberlo previsto y contra todo pronóstico, nos divertimos.
A la hora de los postres sacaron una especie de hojaldres y unas trufas. Estaban buenos, pero todos pensamos lo mismo:
–¿Cuándo sacan el turrón aquí? –Preguntó alguien en la mesa y todos nos reímos. Efectivamente, eso es lo que estábamos pensando todos...
–Yo quiero turrón y mazapanes. –Se quejó otra persona.
–Y polvorones... –añadí yo, y entonces, por un momento, se hizo el silencio en nuestra mesa y nos pusimos tristes. Imagino que cada uno se puso a pensar en lo que estarían haciendo sus familias en esos momentos. En mi casa estarían brindando con sidra El Gaitero y habrían sacado ya los piñones y las almendras. También habría bandejas con turrón y polvorones. ¡Madre mía! ¡Si dos días antes me hubieran dicho que iba a echar de menos el turrón duro y blando no me lo habría creído!
–Bueno, bueno, ya comeremos mañana los turrones. –Era Ramón, que intentaba animar la fiesta de nuevo–.  Brindemos por esta noche y por esta extraña Navidad que estamos disfrutando. Chin chin.
El resto de la noche pasó muy rápido. Bebimos y bailamos en el salón durante varias horas y al final decidimos irnos a dormir los pocos que nos habíamos quedado hasta tarde. Ramón hacía un rato que había desaparecido sin despedirse de nadie y poco después la gente comenzó a retirarse. Al final me subí al mismo tiempo que una pareja de Toledo que se había quedado bailando hasta el último momento.
Me estaba lavando los dientes cuando llamaron a la puerta. Mi primer pensamiento fue que nuestro vuelo iba a poder salir pronto y que venían a buscarme ya, pero me equivoqué. Era Ramón de nuevo. Por segunda vez venía a buscarme a mi habitación y por segunda vez me alegré de que lo hiciera. No sabía qué era lo que tenía, pero ese chico me gustaba mucho.
–Ven conmigo –me dijo agarrándome de la mano y tirando de mí para que le siguiera por el pasillo–, he encontrado el porcentaje de felicidad que te faltaba.
No sabía de qué hablaba ni a dónde íbamos, pero le seguí. Claro que le seguí. Bajamos varias plantas en el ascensor y nos paramos en la planta del bar. Según entramos vi que a la derecha estaba la barra donde un camarero se distraía colocando las botellas en su sitio, de frente había una cristalera enorme desde la que se veían las luces de la ciudad y los copos de nieve caer al suelo, delante de la ventana había sillones y mesas pequeñas para tomar algo tranquilo, y en un rincón, a la izquierda de la ventana, estaba la chimenea. Una chimenea normal, ni muy grande ni muy pequeña, pero que tenía un fuego encendido que tenía pinta de aguantar todavía un buen rato. Es más, podría decir que parecía que estuviera recién encendido...
Nos acercamos a la chimenea y nos sentamos en uno de los sillones que estaban frente al fuego, uno al lado del otro. Yo no podía dejar de sonreír porque me encantaba que un chico al que no conocía de nada se preocupara tanto de mi felicidad, pero realmente no sabía qué decir. Por suerte fue Ramón quien rompió el silencio.
–Si mis cuentas no fallan –dijo Ramón–, y creo que no fallan –añadió–,  ahora tus Navidades son completas.
–Hombre, si nos quedamos con que la nieve me daba un 33% de las Navidades perfectas y tu felicidad, un 66%, creo que lo justo es que la chimenea me dé otro 33% y no un 34% como le estás adjudicando tú, ¿no?
–Ya, pero entonces nos estaríamos quedando con un 99% de tus Navidades perfectas y eso no puede ser. No es suficiente.
–No, no es suficiente. –Dije yo repitiendo sus palabras, casi en un susurro.
¡Pero cómo me gustaba ese chico! Era un encanto que había hecho de una situación terrible para mí, una de las mejores noches de mi vida. ¡Él era el 1% que me faltaba! Y él lo sabía. ¿Cómo resistirse? ¿Cómo no hacer nada? Me acerqué más a él y le agarré la cara con las manos, él me miraba como si yo fuera lo más bonito del mundo, primero los ojos, durante lo que me pareció una eternidad, y luego los labios, que se acercaban peligrosamente a los suyos hasta que al final se tocaron con un roce.
–Gracias. –Le dije, no sabía qué más podía decirle. Él sonrió así que supuse que no hacía falta decir nada más.
–Feliz Navidad. –Me dijo.
–Ahora sí, –le contesté al tiempo que le besaba–. Ahora sí.

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